Debemos a la Física -y en especial a Thomas Alba Edison- el descubrimiento de un fenómeno que dio origen a una variante fecunda de la electricidad: la electrónica. Nuestro cuerpo nos familiariza con la Mecánica, uno de los basamentos de la Física Clásica, ya que el propio dominio motriz radica en la capacidad de manejar el movimiento, la fuerza, la presión, la velocidad, la aceleración, la articulación entre unidades, la direccionalidad de la locomoción, la geometría de las piezas anatómicas que desplazamos. En rigor de verdad la secuencia fue inversa: el conocimiento del cuerpo llevó al desarrollo de la Mecánica, ámbito en el que descollaron desde Leonardo Da Vinci hasta Isaac Newton, éste último verdadero padre de dicha disciplina; podemos decir que la máquina pudo inventarse gracias a que es nuestra proyección corporal, la hemos creado casi a nuestra “imagen y semejanza”. No en vano nos parecemos más a las máquinas que a los animales a cuyo reino pertenecemos.
En su obsesión investigativa Edison encontró, al manipular las ampollas de vidrio con las que desarrolló la bombilla eléctrica, un extraño fenómeno: en un bulbo al vacío dotado de dos electrodos, un ánodo (positivo) y un cátodo (negativo), cuando ambos son sometidos a cierto voltaje y el segundo es calentado a una temperatura elevada, éste comienza a emitir hacia el ánodo un vuelo de electrones que, al fluir en el vacío, contradice uno de los fundamentos de la electricidad: existen dos tipos de substancias, unas conducto-ras de la corriente eléctrica los metales, los líquidos enriquecidos con electrolitos- y otras dieléctricas o no conductoras -el aire, los plásticos, el papel. Sólo hay situaciones extremas en que un dieléctrico se transforma en conductor: el aire, por caso, adopta esa cualidad frente a los altísimos voltajes de un rayo natural o provocado.
El industrioso inventor no alcanzó a comprender el fenómeno que se daba a ver entre sus manos, por lo que de momento lo archivó hasta nueva idea; no fue sino cuando Einstein lo retomara y explicara, denominándolo precisa-mente “efecto Edison”, que aquel encuentro con lo raro diera, après-coup, origen a la electrónica.
Esta rama ultra fecunda de la Física permitió desde el advenimiento de la radio a galena hasta Internet, y se proyectará indefinidamente mientras haya mentes ocupadas en ciencia y tecnología. El efecto Edison instaló esa rareza, ese claroscuro entre los extremos de la conductividad y la no conductividad, inaugurando la era de los semiconductores. Término éste tan esquivo que de no estar ya instalado habría que interrogarlo desde la etimología: la semiconductividad no es una conducción a medias, sino que se aplica a los dispositivos que permiten el tránsito de electrones en un sentido (como en un medio metálico) y lo inhiben en el contrario, como en un medio dieléctrico. Esta “pavada” hizo posible que un receptor de radio, por ejemplo, pudiera captar un mensaje irradiado y también “leerlo”.
A los efectos de este escrito, sólo importa establecer una analogía con el dispositivo vacío-sólido que es capaz de permitir el tránsito de “algo” en un único sentido, abriendo una puerta para lo que va y cerrándola para lo que viene. A esa capacidad de operar en sentido único llamaremos “efecto diódico”, ya que es un diodo -dos electrodos- el dispositivo que en electrónica lo permite.
¿Qué del sujeto podemos analogizar? Partimos de un hecho: el sujeto es sede de lo que podríamos llamar “atravesamiento de fluidos”. Una multitud de “flujos” son receptados y emitidos, comenzando por los que atañen a la comunicación: la cadena significante. Basados en el primer axioma de Watz-lavic, “no es posible no comunicar”, desde que somos apenas un cuerpo orgánico, el pequeño neonato expone al mundo externo sus oídos -“el único orificio que no podemos cerrar voluntariamente” dice Lacan- lo que lo hace pasible de una introyección forzosa, el lenguaje. Con los perfeccionamientos que imponen el transcurso del tiempo, ligados desde el nacimiento a situa-ciones sociales, no sólo vamos incorporando no sin resistencias toda una sopa discursiva a la que damos salida como podemos, desde el grito primal, los textos de progresiva riqueza, hasta los más elaborados del adulto institucionalizado y socializado. Verdadera caja negra, cada uno de nosotros es tanto atravesado por el flujo del lenguaje en sus vertientes digital y analógica palabras y gestos- sino también por otros como lo son la intangible libido, las imágenes con que somos permanentemente bombardeados desde el mundo real, hasta el traducido que nos ofrecen las ventanas de la televisión e Internet.
En alguna medida, el descubrimiento de Ilya Prigogine sobre la flecha del tiempo alude a un fenómeno diódico: en efecto, es imposible invertir su sentido, lo que también es postulado por la termodinámica; los sueños sobre una máquina mediante la que se pudiera retroceder al pasado configuran un imposible. Quedan pendientes, en ese plano, las hipótesis sobre el pasaje a diferentes dimensiones por vía de los agujeros de gusano, concepto que ins-taló Stephen Hawking.
De todos modos, es en nuestra imaginación donde podemos retrogradar el tiempo. En la ilusión que nos brinda el sistema psicológico consciente preconsciente-, vivimos nuestra realidad en la diacronía de los tiempos sucesivos habiendo dejado atrás el principio del placer donde reina-ba la sincronía de un bebé que, si hubiese podido traducir su grito, habría proferido un “¡Quiero todo ya!” y al mismo tiempo “¡No quiero nada!”. La mente sí puede narrar en imágenes una secuencia hacia atrás donde algo, por caso, ya fácticamente roto pudiese recordarse intacto. Tal es la dificultad que se presenta en los procesos del duelo: el aparato psíquico se empeña en retroceder a los momentos previos a la pérdida, sobre todo en los casos en que la culpa nos machaca con lo que podría haber hecho u omitido para evitarla. Vemos que la imaginación, ya sea recordatoria o racional, como po-dría ser la reformulación de un teorema, no es diódica.
LA CAJA NEGRA
El concepto de “caja negra” fue acuñado durante la Segunda Guerra Mundial. Con frecuencia los soldados que se apropiaban de equipo electrónico enemigo volaban en pedazos al desarmarlo, pues en la huída los equipo de radiocomunicaciones se abandonaban en modo “cazabobos”. Ello obligó a los científicos a abordar la interioridad de un artefacto a través de todo tipo de ardides, como lo es la aplicación de una señal eléctrica en el input, analizar la que emerge por el output y deducir los circuitos que operan en el interior del artefacto.
Asociado hoy a un dispositivo de aeronavegación de color naranja, la “caja negra” es un concepto que podemos aplicar a una multitud de entidades, desde un lavatorio al que ingresa agua por las canillas y egresa por el dasa-güe, hasta la mente humana. Para tomar el primer caso, si aquello que ingresa -siempre un fluido- supera a lo que egresa estamos en presencia de un rebasamiento o un sumidero secreto, mientras que si egresa por demás habrá que buscar una surgente inadvertida. Bajo condiciones normales una caja negra tiene sus input y output en equilibrio (la función matemática implicada se denomina Divergencia, su nomenclatura es una delta griega invertida llamada nabla, y en el equilibrio se iguala a cero).
El psiquismo humano, dijimos, puede ser homologado a una caja negra atravesada por diversos flujos. Si nos atenemos a nuestra logística básica dual palabra-cuerpo- al menos desde el nacimiento somos objeto, con la finalidad de ser arrancados de la natura (seres natos) para ser insertados en la cultura, de introyecciones ligadas a lo corporal y a lo discursivo. Es así como en el origen alguien en función materna nos manipula y nos acuna (handling y holding para Winnicott), nos alimenta, mira, acaricia, ofrece objetos, besa, abraza, zamarrea, pega, mientras desde la vertiente digital nos habla. Te-nemos, claro está, un doble output: ya sujetos formados, continuamos con los canales de ingreso abiertos mientras que por los de egreso exterioriza-mos hablando, gritando, mirando, llorando, haciendo, pegando, construyendo, rompiendo...
Lejos de los equilibrios de una caja negra material, en las neurosis -prima facie máximo nivel esperable de salud mental- la ecuación jamás cierra. La queja del sujeto por su deseo insatisfecho, sus demandas sin eco, su sexua-lidad imposible, sus goces irreductibles, nos hablan de un output en mayor o menor medida obstruido. La caja, frente a ello, abre canales alternativos de expresión: en primer lugar los síntomas somáticos o psíquicos, otras formaciones del inconsciente, la angustia. Algunas de estas categorías nos resultan inocuas: un sueño intrascendente, un fallido, un olvido, más allá de que podamos o no analizarlos. Pero, por caso, los síntomas que perturban nuestra vida de relación, nuestra perspectiva, nuestros proyectos, nos vuelven sufrientes y es precisamente el sufrimiento lo que podemos tomar como de-terminante a la hora de establecer criterios de salud y enfermedad. El psicoanálisis no nos cura de una neurosis en tanto estructura clínica, pero sí de los síntomas que genera; los malestares que éstos nos producen, si bien pueden abarcar una amplia gama de modalidades, desde una mera incomodidad hasta una vivencia torturante, son en verdad la puerta de acceso para la resolución de la problemática que es su causa; cabe un parangón con la transferencia, resistencial en tanto falso enlace con un otro actual, pero tam-bién motor de la cura.
Los canales secundarios abiertos por la neurosis, permiten que el trabajo sobre sus “efluentes” tienda a restaurar la funcionalidad de los canales primarios: palabra proferida y tendencias pulsiones, de mayor adecuación a los intereses individuales y sociales de un sujeto con menos malestares. Lo real del síntoma, forma de expresión paradigmática, significante incomprensible, es en el marco analítico susceptible de simbolización que se restituye al flujo discursivo un eslabón caído. Pese al sufrimiento infligido por las manifestaciones sintomáticas, las intervenciones del analista y la depresión iatrogénica, queda sin embargo habilitado un acceso a “la palabra anudada” allá y entonces para un alivio actual, y se evita la apertura de los temibles canales terciarios: los que asoman al sujeto a la locura y/o la muerte.
El discurso analítico oscila entre lo diódico y lo reversible, en la medida en que constantemente avanza en el abordaje de lo imaginario de la narrativa y lo real del síntoma con vistas a la institución del símbolo, en una verdadera tarea de reescritura fundada en una retrospectiva. También lo son los insights parciales y con frecuencia transitorios a los que accede el analizante: si bien “el incesto insiste”, del mismo modo lo hacen las resistencias puestas en juego y las intervenciones del analista.
El sujeto sufriente llega al análisis portando una metáfora: su síntoma. Como en el chiste, el recorte sintomático es un significante de otro registro en el discurso pentagramático del hablante; se entrega a regañadientes a la metonimia de la asociación libre, para toparse de vez en cuanto con otra metáfora, la intervención interpretante que con frecuencia no es más que la reiteración o la partición de un significante. Si hay verdadero análisis, en algún momento otra metáfora tendrá lugar: el insight. En este marco, hay una instancia diódica por cuanto el discurso más o menos libre de un paciente des-madeja su historia, su subjetividad, sus fantasías, su novela, su demanda, que el analista recepta sin responder ni darse a ver como sujeto de una interacción. Lo puesto en juego en el sujeto supuesto al saber es doble, ya que también hay allí una suposición de subjetividad en el analista, cuando en realidad no hay dos sujetos sino uno, donde el agente como semblante de ‘a’ se enlaza al analizante mediante una virtual cinta de Moebius. En este caso -como también y más patentemente en el observador de grupos operativos- no se trata de un diodo que impide la retrogradación temporal, sino que inhibe un polo de la comunicación; el axioma del cuaternario emisor-receptor-mensaje-feedback no funciona como en la vida cotidiana donde el sujeto dialoga con su alter ego, sino que se carece de un feedback equili-brado al mensaje pero no de una “respuesta” como emanada desde otro código: la intervención. La situación diódica se muestra en su mayor plenitud cuando, tomando el primer axioma de la comunicación -no se puede no co-municar- la “respuesta” del agente es sólo un silencio. Tanto en el chiste como en el discurso analítico, hay un recurso a otro código, o al menos a una instancia “rara” pero siempre inesperada del mismo código, como puede serlo la polisemia, la otra acepción, el anagrama, el significante mutilado o el que surge por contigüidad discursiva. Saltos de registro, hojas hundidas del expediente significante que emergen a la palabra proferida, reiteraciones del significante desde un otro lugar.
“Mi hija de siete años se va en avión sola a Brasil a visitar a su padre, estoy angustiada” - “Soñé que pasaba por una vidriera que mostraba un objeto caro que yo no podía comprar” - Caro, Carolina, la hija a la que llaman Caro. (polisemia).
“Maestro (por Jacinto Benavente en una tertulia), parece que esta noche moja...” - “Sí, pero no empapo...” - El que pregunta ignora que el escritor es homosexual; no empapo = no en papo (vulva). (Homofonía y hiato).
“... un dinero para así poder mi casa pintar” - as/ i-poder-mi-ca /sa pintar, “hipodérmica”, un hijo que se inyecta. (Significante encriptado, hiato y contigüidad).
“Un dulce lamentar de dos pastores” - “Un dulce lamen tarde dos pastores”.
(Contigüidad y hiato).
(Una profesora de inglés: “Mis amigos me traicionan siempre; es que me gusta la gente trucha, hay mucha verdad en la gente trucha” - Tru-cha, True = verdadero, Truth = verdad. (Homofonía inter idiomática).
“Compré a mi hija de 20 años un telar para que trabaje, se entretenga y gane dinero” - La hija nunca usa el artefacto - “Mirá, en esta cuadra compramos tu telar...” - Tu telar = tutelar, rechazo a la tutela parental. (Contigüidad).
No siempre las intervenciones del analista generan el insight esperado; con frecuencia se olvidan; a la repetición del neurótico se impone la insistencia de la intervención, siempre apuntando a un costado menos defendido. La resistencia tiende a negar la intervención, a olvidarla, retorno del saber alumbrado, goce de la repetición más allá de un saber sabido fugazmente. La insistencia significante de la repetición encontrará la reiteración de las intervenciones hasta que finalmente haya efecto diódico, una instancia de no retorno, la cura del síntoma. No pocos analizantes se conforman, en sus procesos, con el acceso a un saber no-sabido; sin embargo, el trabajo en el dispositivo analítico carece de sentido si -reducción de las angustias aparte- no hay un correlato en nuestras acciones concretas en la vida cotidiana. Cuando el sujeto ya sabe, puede ser o no coherente con su descubrimiento; en poder de un saber propio, hay una ética derivada que se corporiza en la toma de decisiones basadas en el saber capturado al Inconsciente: Edipo se arrancó los ojos en un acto sin retorno por haberse hecho cargo de sus crí-menes, aún perpetrados en la más profunda ignorancia. Si, al decir de La-can, tenemos tres pasiones: el amor, el odio y la ignorancia, es cuando pasamos a la acción renunciando a la belle indiference de la histeria que un insight resulta finalmente diódico, irreductible, sin retorno a los goces mortificantes de la repetición■
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